De Alguna Mujer Extraña
Essex – Febrero 1791
La tempestad azotaba las costas con furia, y las olas, altivas y ruidosas, golpeaban los restos rancios de una galera a la deriva. Mala hora para el capitán, que silbando ordenó a su tripulación cambiar de rumbo. Al mando del timón se encontraba un niño, o quizás un anciano; Maurice no pudo distinguirlo cuando un trueno sonó en la distancia y lo despertó.
El sol todavía no se había levantado ni acusaría deseos de hacerlo; una lluvia intensa, hasta algo blanca, inundaba las charcas donde debía haber pasto e intimaba a muchos a correr bajo ella, excluyéndolos de refugio. Para la suerte del vampiro, se encontraba en la habitación de una posada, cual parecía ser la mejor de todo el condado de Essex.
Siendo las cinco en la madrugada suspiró al reconocerse cansado pero sin sueño. No había sacado mayor provecho de su viaje que el haber recuperado su espada y conversar, quizás por última vez, con aquel viejo amigo de buen semblante y barba rojiza llamado Desmond. Sus innumerables ocurrencias, que en épocas pasadas y doradas hubieran nacido de su mente inquieta sin mucho esfuerzo, al día de hoy se encontraban agotadas, carentes de cualquier tipo de inspiración que pudiera conducirlas al éxito.
Descorrió apenas la cortina y descubrió que pese a todo, hacia el alba seguiría suponiendo un mal día para continuar con su viaje. Movió apenas su cabeza estando muy cerca del techo, pero no se preocupó; le había tocado dormir en peores literas que aquella, por lo que solo era cuestión de no levantarse muy rápido o esperar a vivir en una casa para tener sus pesadillas en paz. Barcos insignia, mares tan bravos y austeros como los dioses del viento y algunas otras tonterías a su gusto moraban en su mente por las noches. A Maurice ni siquiera le agradaba navegar; le aburría estudiar la interpretación de las cartas y no era muy amigo de las brújulas. El prefería las estrellas, pero al parecer eso ya no estaba de moda.
Relegando por ahora la importancia que el hecho tuviera, se vistió con el afán de matar a las horas ya muertas. Beber una cerveza, conversar con algún forastero y despejar las telarañas que nublaban su visión.
El dueño de la posada, un hombre de edad mediana, de cabello negro y oscuro en contraste con sus ojos celestes, atendía la taberna ubicada en la planta baja, destinada exclusivamente a sus huéspedes. Eran tiempos de cambio; Maurice todavía recordaba los añejos, donde era bienvenido en el tugurio que deseara entrar sin tener que alojarse ni pagar por la estadía. Motivo de resignación si los había, contempló en sacar algunos peniques y dejárselos por adelantado sobre el mostrador.
Sin embargo, la suerte siempre arrastra consigo designios inesperados y sorpresas aun más traicioneras. Acababa el primer vaso de cerveza cuando sintió una corriente fría y espesa proveniente de la puerta. Por ella, entró una chiquilla, vestida con harapos mugrientos y que llevaba su cabellera protegida por un albornoz roído y apolillado. Al poder observarla de cerca, supo que tenía más edad de la que aparentaba, realzado por el tono de su voz, sencillo pero amable aun su supuesta procedencia, que emitió al rogar, al borde del llanto, por una moneda.
La rotunda negativa del dueño encendió la curiosidad de Maurice; tras la joven marcharse apenada, sintió anhelos de indagarle el porqué había rechazado realizar la buena obra del día. Por lógica manifiesta, el vampiro no se constituía en la clase de persona que albergaba deseos inconclusos. Sin esperar, la pregunta salió rápidamente de los labios del hombre.
- Yo le doy a ella y vienen cincuenta. – recibió como respuesta.
- Y si se la doy yo, ¿tendría algún problema en acogerla, al menos por hoy?
- No quiero piojos ni pestes aquí.
- Entonces yo no quiero nada más de usted.
Intacta su limpieza pero escaso de propina, el dueño refunfuñó por lo bajo cuando Maurice se retiró por la puerta sin darle las gracias, justo a tiempo para alcanzar a la muchacha calada hasta los huesos. Con un suave movimiento tocó su hombro y le pidió que aguardara.
- ¿Cuál es tu gracia?
- Me llamo Elizabeth, señor.
- ¿Y desde cuándo rondas por la calle?
Los rasgos finos de la joven le hicieron suponer que no había nacido en la pobreza; habría caído en el mal pasar de muchos o en la economía fluctuante de otros, arrastrándola sin decoro a la indigencia. Sin embargo, Elizabeth no contestó; bajó su mentón ocultando su vergüenza y gesticuló.
- ¿Qué te parece si te llevo a un lugar mas… amable – razonó – donde puedas limpiarte y cambiarte de ropa?
Al momento se dio cuenta de que solo en sus épocas lo dicho no sonaba deshonesto y muy poco apropiado. En la actualidad, eran muchos los hombres ricos que se jactaban de la necesidad de alguna muchacha carenciada, ofreciéndole casa y comida a cambio de algún tipo de favor que satisficiera sus propias necesidades hambrientas.
- Sin beneplácitos. – aclaró. – ¿Sabes lo que es eso?
- Sí, señor.
La tomó por su mano, notándola delicada entre sus propios dedos. Con la curiosidad en aumento, ambos esperaron un ratito bajo un techo hasta que la lluvia amainó y así, apresuraron sus pies hacia un nuevo hostal.
Entre descansos, Maurice tuvo la injerencia de preguntarle acerca de su familia, resultando ser de cuatro hermanos siendo ella la mayor. También averiguó sobre su madre y su padre, quien ya no se hallaba entre los vivos, y por último él le arrojó el desvío de un consuelo, el del que el color de su cabello y el de su tez le recordaban a un ser amado por él.
En el cielo, las nubes insistían por conservar su lugar, trayéndoles malas nuevas sobre sus cabezas, y los truenos rompiendo a la distancia les quitaron el poder de la elección, teniendo que recurrir al amparo de los muros de una vieja iglesia construida por las manos del hombre y sostenida por la gracia de Dios.
- ¡Madre mía, qué aguacero! – de pronto escucharon a sus espaldas. – Entren, que les traigo unas mantas…
La vocecita, fina y cantarina, le pertenecía a una religiosa de edad avanzada. A Maurice le produjo una sonrisa afectuosa sus formas al caminar, con pasos cortos pero rápidos, cuales pronunciaban un vaivén en sus hábitos. Al verla regresar con los paramentos en mano, se adelantó, agradeciéndole por los mismos.
- Mal día para rondar. – comentó despreocupado, a la vez que absorbía la humedad de sus vestiduras.
- Y para hacer sociales…
La ironía planteada por la monjita le supo a una especie de reto; lejos de sentirse ofendido, soltó una risa corta y seca, levantando conjuntamente sus cejas.
- Eso es un juicio de valor apresurado, hermana. ¿Qué diría Dios al respecto?
- Que Inglaterra se degrada día a día.
- Pues hoy tiene suerte; yo soy francés.
Abrigados bajo unas vigas de madera pintadas con cal, al resguardo de la lluvia ligera que resbalaba por los ventanales como escapándose de un mal y protegidos por una cruz grandiosa y esbelta, Maurice y Elizabeth compartían el silencio producido durante el buen comer. El la observaba engullir un plato de sopa caliente y partir el pan, mientras se perdía un poco más en sus profundos pensamientos. La necesidad de provocar la acción y de explotarla, de correr tras los pasos invisibles de su enemigo y la pronta conclusión de sentirse sin nada y vacío, le trajo aparentada una suerte de miseria conforme, reconociéndose por igual en los ojos de su nueva compañera temporal.