domingo, 22 de noviembre de 2009

The Prestige (Capítulo VIII)

Del Honor Reconocido
(part I)
Sur de Francia – Febrero 1791

Cansado y a punto de desfallecer, Maurice sostenía las riendas de un palafrén tan vencido como él. Hacía días que no dormía ni le daba tregua al animal, quien, por puro afecto, soportaba todavía a su jinete. Atravesadas las colinas, creyó notar su alma abandonar el cuerpo y que pronto moriría allí, sin nadie para auxiliarlo.

Presa repentina de un sentimiento extrañado, rechazó la idea de perecer en soledad; horrible forma de renunciar al mundo, destinada a los traidores y asesinos. Por lo cual, sacó fuerzas desde algún lado indefinido y se adentró en el bosque tupido, de colores ocres y verdosos, que seguramente lo esperaba con sus trampas preparadas impidiéndole escapar.

- Sigue así, Algaraz, – le dijo a su caballo, dándole unas palmaditas en el lomo – te prometo que si lo logramos descansarás sobre la mejor paja y beberás del mejor agua.

Le hubiera gustado que este le respondiera, así le recordaba lo estúpido que fue al creer que sacaría algo a favor de esta agotadora peregrinación. Se había embarcado en ella con el fin de encontrar a las colonias neredylenses de las que Nicholai le habló, pero tras el correr de las horas, lo poco que había hallado fueron unos ladronzuelos comunes de los caminos y algún que otro viejo desorientado, que no pudieron darle alguna pista acerca de su búsqueda.

De hecho, la palabra neredylenses no existía para el común de los hombres. Cualquier mapa de Francia no hubiera servido para ubicar a las ruinas de la vieja Neredyl y menos aun podría hacerlo con sus restos, esparcidos por el sur del país. A Maurice no le quedaba opción, más que la de hostigar a sus instintos y guiarse por su olfato fino para reconocer a sus camaradas, de seguir estos existiendo.

Continuó un poco más, agachándose de tanto en tanto, evitando así las ramas más bajas de los arboles. Estos parecían susurrarle, atrayéndolo más y más hacia los claros secretos del bosque y a los peligros que pudieran contener. A pesar de la desconfianza que denotaba su animal por cada paso que daban, no detuvo su marcha, aunque si la aminoró al escuchar un ruido de hojas en dirección norte.

Despacio desmontó, llevando una mano a la empuñadura de su espada. Sigiloso y alerta, avanzó en silencio, concentrándose en las sombras que, poco a poco, parecieron rodearlo. Desenfundó y atacó una vez, y así una más también, pero su filo escindió el aire vacio. No parecía haber nadie allí, más que Maurice y su corcel.

- ¡Quienes seáis, aparezcan ya! – gritó, pero no obtuvo respuesta. Lo hizo de nuevo, amenazando con hacer uso de sus dones si no se presentaban inmediatamente ante él.

El asunto comenzaba a inquietarlo. Podía tratarse de su imaginación fatigada y por lo tanto, aquellas sombras danzarinas solo fueran una bandada de pájaros perdida. También pensaba en algún producto de la magia, y de ser así, no se encontraba capacitado para vencerla. Débil y hambriento, se arrepintió de no haber traído consigo algunas hierbas siquiera, para mejorar su estado de ánimo.

Sin embargo, su peor temor residía en que Nicholai lo hubiera seguido, y, adivinado sus propósitos, le hubiera mandado una invocación de las suyas obstruyéndole su empresa.

Azaroso, dejó de especular y alzó de nuevo su espada, dejando a los últimos rayos del sol embeberla, resaltando así su pálido color plata.

- ¡Os demando vuestros rostros y nombres! – bramó por última vez, con todas sus fuerzas.

Entonces, una silueta se dibujó y caminó a través de las ramas, que parecían estar dispuestas para ocultar algo importante detrás. Era un muchacho, de no más de quince años, quien con su lanza en alto y algo nervioso profesó:

- Soy Pikayard de la Ultima Colonia de Neredyl. Reclamo el mismo derecho al decidme quien sois vos, forastero.

Maurice retiró hacia atrás su albornoz, manifestando una amable sonrisa.

- Soy Maurice de Eysteinsson, tu Emperador.

Con la paz de sentirse en casa, cayó de rodillas en la hierba, donde se desmayó.

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