sábado, 10 de octubre de 2009

The Prestige (Capítulo II)

II

De La Senda Indicada


El cochero tiró de las cuerdas, deteniendo a sus caballos a pocos metros de la entrada. Bajó sobre el barro de un sendero de tierra a fin de abrir el carruaje, del cual descendió Maurice confiriéndole una buena propina.

- Ya puede volver a su casa. Por el día de hoy, no haremos mas paradas.
- Gracias, señor.
El relincho marcó la despedida y la soledad momentánea con la que el paraje se cubrió. La noche estaba próxima, a pocos minutos del atardecer más calmo que hubiera vivido en los últimos meses. Tanto que esperó a que el sol fuera tragado por la línea del horizonte antes de pasar por la única puerta de madera de aquella calleja.
Nada especial. Ningún aroma extraño, ningún recuerdo espontáneo. Era un sencillo hostal de ruta, rústico y empobrecido, en el que probablemente descansaban otros hombres como él, con la necesidad de continuar el camino al otro día.
- No hay vacantes. – leyó para sí de un cartel que lo anunciaba en el mostrador vacío. De todos modos, tocó la campanilla. Una mujer apareció, con un vestido viejo y manchado, su pelo recogido y un pañuelo tapando sus ojos.
- Ya no tenemos habitaciones, señor.
- ¿Cómo sabe que lo soy?
- El instinto es un buen amigo de la ceguera.
- Y de la obviedad. No muchas serán las damas que lleguen hasta aquí.
- Ni tampoco hombres como usted. ¿Qué es de un noble sin compañía por estas tierras?
Enseguida, el barullo proveniente del fondo cesó. Los pocos forasteros que se agolpaban en la pequeña taberna del hostal debieron haber escuchado a la mujer.
- Me gustaría saber qué es lo que se lo hace pensar, pero si eso le sirve de garantía para al menos brindarme su establo por esta noche, se lo agradeceré.
- Dormirá sobre la paja.
- ¿Cuánto le debo?
- Diez peniques y le haré huevos en el desayuno.
Al atravesar el recinto principal se sintió observado. Sus ropas denotaban linaje, por más que hubiera querido cubrirlas bajo su abrigo raído y comido por las ratas, anterior propiedad de un linyera. Resolvió cambiárselas en cuanto pudiera. Sin embargo, ningún tapado podría a ella ocultarle su presencia, su estigma, su aura. Para ello debía esforzarse más. Las conversaciones no tardaron en reanimarse. Siguieron con sus cánticos y esas palabras carentes de lógica que suelen profesar los borrachos. Uno en especial, se balanceaba arriba de su silla cuando Maurice pasó y los oyó.
- ¡Y ahora desapareceré con tan solo un brinco!
- Te matarás…
Poco duró el beodo en su asiento; en efecto y como lo hubiere anunciado, saltó hacia atrás golpeándose contra el suelo. Luego, estallaron las carcajadas de sus compañeros.
- ¡Vean al Fantástico Minervin por veinte peniques la entrada y una jarra de cerveza!
Maurice aun les prestaba atención cuando uno de ellos lo miró.
- ¿Quiere colaborar, amigo?
- Les compraré una jarra a cada uno si me cuentan porqué lo llamaron así. – dijo, ayudando al caído a reincorporarse.
- Por la atracción del momento… no eres de aquí, ¿no?
- Eso es cierto.
- Primero que nos pague y luego hablamos.
Maurice sonrió y le indicó al mesero su pedido con la oferta.
- ¿Satisfechos caballeros?
Tobías, como así se llamaba el más entusiasta – y el que por lo pronto se encontraba mas sobrio – le explicó entre sorbos que se trataba del nombre de un mago nuevo en la ciudad, que junto a su joven asistente femenina, sorprendían con trucos muy modernos y avanzados, manteniendo fascinado al pueblo entero.
- ¿Cuándo volverán a presentarse?
- Parece que en Harwich, pasado mañana, a pedido del Príncipe Eduardo… al menos así dicen…
- ¿De dónde son?
- No se sabe…
- ¡De Londres! – gritó una persona que no estaba en esa mesa. – De allí provienen todos los magos.
- Yo los vi. – acusó otro, con voz grave y creando misterio, quien se acercó. – La chica que lo acompaña dice "oui" y "s'il vous plait" entre sus actos… deben ser dos perros franceses que escaparon de la revolución y vienen a robar a Inglaterra.
A pesar del patriotismo desbordado, Maurice había recibido su primer indicio importante.
- De Benfleet. – ultimó la señora del lugar con determinación. – Allí se presentaron por primera vez. Y a menos que de verdad estén huyendo, todos los actos empiezan por casa.
De pronto apagó las luces y les recomendó a todos que se fueran a dormir. El acató la directiva en silencio, haciendo oídos sordos a los reclamos y a las quejas por haber cerrado el bar tan temprano. Salió del hostal dirigiéndose al establo, donde cerró sus ojos al apenas apoyarse sobre la paja.

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