sábado, 24 de octubre de 2009

The Prestige (Capítulo IV)

IV

De La Ansiedad


Harwich, Febrero de 1791


El Fantástico Minervin. En las calles, los canillitas lo anunciaban con fervor. Los oportunistas, con la exacta pronunciación para revender sus entradas a un precio mayor. Pero una cosa sí era cierta: esta noche se presentaría en el Scciavo, uno de los teatros más importantes del lugar.

Maurice dobló por una esquina y se presentó en la taquilla.
- Un boleto, por favor.
El empleado lo observó, de arriba abajo.
- ¿Juzgará a un hombre por sus ropas?

Todavía se encontraba renuente a vendérsela, cuando decidió darle forma a una nueva soflama.
- Puedo venir de muy lejos, pueden haberme robado en el camino, despojado de mi atuendo y presentarme aquí pidiéndole una rebaja, regateando el valor de una platea popular exponiéndole mi desgracia y apelando a su buena voluntad. O también puedo ser un ladrón vulgar, quien se ha hecho de la cartera de un señor, solo para sentirme uno accediendo al privilegio de ver una obra en las alturas. Queda en usted entonces la elección de perder el tiempo conmigo solo por el valor de mi traje, retrasando a los demás espectadores que desean concurrir o tomar el dinero correspondiente a un palco preferencial y esperar de su juicio la fortuna de verme esta noche entrar vestido como la gala lo amerita.
Siendo el parafrasear una de sus mejores habilidades, finalmente obtuvo su entrada más un saludo cordial recordándole la hora de inicio del espectáculo.
Sastre de último minuto. Eso sí era novedoso, pero al menos Maurice dispondría de un chaleco y saco de pana, con sombrero y zapatos en composé. De su reloj de bolsillo, miró la hora. Marcaban las ocho, por lo que buscaría hospedaje después. En su interior, la ansiedad era sofocada por la ceremonial al ajustar su chaleco sobre los tiradores. Los gemelos a su camisa. Los finos mocasines que lo hicieron mirar al suelo.
En su interior también sentía que nada sería igual por la madrugada.
- Su ticket, señor. – le pidieron a la entrada. El vendedor de la tarde lo miraba desde la taquilla con recelo. Pocas veces había tenido la oportunidad de ver a una persona tan bien vestida. ¡Y con lo diferente que se mostraba hace horas!
Maurice lo saludó con un gesto suave y distinguido. No iba a dejar pasar la oportunidad de hacerlo sentir mal por sus prejuicios.
El acomodador lo escoltó hasta su palco. El camarero le traería en breve una copa, según sus propias palabras. Ajustó sus binoculares, más acorde al resto de los contertulios que a su propia vista. El no necesitaba de ningún elemento extra que le acercara la verdad. Poco a poco, algunas luces redujeron su intensidad. Otro fenómeno por sí mismo, pensaba Maurice. Electricidad… ¿y después qué vendría? Asimismo, se puso de pie junto a los demás y aplaudió. El teatro agradecía la visita del príncipe Eduardo, y si bien a él poco le importaba, no quería llamar la atención quedándose sentado. Entonces, y por primera vez en muchos meses, obtuvo una maravillosa sensación. La satisfacción al hallar lo buscado y lo perdido, agravada por la inherente vehemencia de tener soberanía sobre el destino ajeno y ser él quien otorgara o denegara la clemencia al morir de las horas.
El Fantástico Minervin apareció en el escenario, o como él prefería llamarlo, Nicholai Breshkov, su nuevo trofeo de caza. Hoy, su mejor enemigo.

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